Un chalet en Gines
Los chaleres de la carretera de Huelva, en abierto contraste con las casas de Gines, fueron un referente de buena construcción durante los años 1930-60, en los que la burguesía sevillana nos visitaban todos los veranos para pasar con toda la familia los tórridos días de la canícula. Para muchas familias vinculadas al comercio sevillano, las profesiones liberales, rentistas y constructores los meses de calor era una buena ocasión de reencontrarse y de pasar apaciblemente una temporada fuera del agobiante calor de Sevilla, que solamente podía aliviarse en aquellos años con la sombra y el búcaro, a falta de aire acondicionado. Los Dalmás, Acoya, Varela, Mensaque, Hoyuela, Balbontín, Delgado Roig, Garach, Zapata, se unen a Los Certales, Ochoa, Pareja-Obregón, Goñi, Barea, Menese, Murga, Chabrera o Ballester, por no citar más que unos pocos.
Gines, a lo largo de los años 1940-50, no tenía más de 1700 habitantes y la llegada de unos 500 veraneantes animaba la vida alicaída de esta aldea en los años de la posguerra. Del personal de Gines, las familias pudientes de los veraneantes necesitaban costureras, lavanderas, cocineras, limpiadoras, albañiles, jardineros, caseros, profesores para dar clases a niños torpes de señoritos y servicios de mantenimientos. En meses en que había poco trabajo, porque habían terminado las tareas del campo, esto era una bendición. Desarrollar un trabajo complementario ayudaba a la débil economía de las familias numerosas de Gines.
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La construcción de los chalets en los márgenes de la carretera de Huelva dio trabajo a albañiles, electricistas, jardineros, mantenedores y, necesariamente, al personal de servicio. Las edificaciones se hicieron en diseños que iban desde pequeñas casas de verano a grandes mansiones de más de 50.000 m² con intervención de afamados arquitectos del momento, como era el caso de Aníbal González, Balbontín y otros. Acostumbrados como estaban a vivir en casas amplias en Sevilla, el chalet requería un inmueble con una zona de señorío y otra del personal auxiliar, además de los espacios de jardines, huertas, piscinas o albercas, merenderos y otras dependencias, como correspondía al status social de sus moradores.
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Las familias de veraneantes solían ser numerosas, según modelo de la época de Franco, y tenían mucha tendencia a relacionarse entre ellos en fiestas, bailes, veladitas y reuniones de jóvenes. Ello no quitaba las buenas relaciones con la población de Gines, especialmente con los escasos estudiantes del momento, a los que se les permitía que pudieran usar los campos de tenis o de futbol instalados en los chalet más espaciosos. Las familias de Gines de mejor posición económica en los años 1940-60 no perdían la oportunidad de saludar y merendar en numerosas ocasiones con sus homólogos de Sevilla. Pero, además de estas, eran inevitables las relaciones comerciales de los veraneantes con Gines, en buena parte debido a que, no disponiendo algunos de coche propio se veían obligados a hacer las compras en el pueblo. Y también -es menester decirlo- porque la carne, pescado, hortalizas y frutas eran más baratas y de mejor calidad que las de la capital.
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Los veranos eran buena época para los pescaderos, fruteros, verduleros, carniceros, las tiendas de ultramarinos, la panadería, la fábrica de hielo, y también para el tío del cine que nos castigaba con películas infumables sobre romanos, de ambiente colonial o folklóricas rancias. Al cura le gustaba el verano, porque recogía un buen cepillo y tenía la oportunidad de visitar, acompañado de sus monaguillos, a gente influyente para tomar con ella una sabrosa merienda, mejor incomparablemente que el pucherete de todos los días. De todo ello salían unas relaciones privilegiadas con comerciantes, abogados, constructores, médicos; y esto nos libraba de pagar las consultas de los especialistas y encontrar algunos enchufes para colocar a nuestros amigos y conocidos.
Después de estos gatopardos, como decía Lampedusa, llegaron otros de segundo pelito que se hicieron sus chaleres, intercalándolos con los primitivos. Y a la muerte de los primeros dueños algunos de estos edificios empezaron a cambiar su función residencial por otra de tipo terciaria: residencias de ancianos, restaurantes, guarderías, convento, hipermercado, casa de citas nocturnas en sustitución de lo que fue en otra época espléndidas moradas veraniegas de una clase alta de Sevilla, mucho antes que el personal se orientara en dirección a la vulgaridad de El Rocio o Matalascaña, más propios para mascar arena que para saborear un buen vinito con jamón a la caída de la tarde.
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Al margen de que los señoritos de los chaleres fueran más o menos empachosos -que había de todo- estas construcciones en el Gines de los años 1930-60 sirvieron de precedente para la edificación de barriadas en las últimas decadas, en las que, huyendo de las colmenas de pisos, no se ha perdido el fino instinto de una arquitectura no del todo mal hecha, aunque uno deba conformarse con tres metros de porche, unas macetitas y un pedazo de perro que con un ladrido te puede quitar el aliento.
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