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Viernes, 27 de diciembre
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En el poblado de Abgena

Los días de lluvia se acercaban porque cada noche escuchábamos atentos los graznidos de las aves viajeras que venían de donde luce la estrella polar hasta las tierras cálidad del sur, más allá del mar. Mi padre y el resto de los hombres del poblado se reunieron para reparar las cabañas. En esta faena, como es de suponer ayudaba toda la familia.

Las chozas eran como un gran capirote, apoyadas en un poste central que aguantaban las vigas y todo el ramaje de la cubierta. Había que taponar las ramas de la cubierta con barro y esperar que se secara rápido, porque, en caso contrario, una lluvia temprana podía arruinar toda la faena. Esta tarea había que hacerla inevitablemente todos los años para prevenir los fríos y las lluvias del invierno. El empleo de los hornos de cocción nos fue dando la idea de que podríamos utilizar barro cocido [tejas], pero para ello sería necesario cambiar la disposición de las casas. Todo se andaría.

En este tiempo en que andábamos obsesionados por encontrar metales no atendíamos demasiado la comodidad de las chozas, porque la mayor parte del año dormíamos al raso, y solamente algunos días nos guarecíamos en el cobijo, enteramente cuando ya apretaba el frío demasiado. Las chozas estaban incrustadas en el suelo para que los vientos nos las arrancaran de cuajo. Y había que rodearlas de un pequeño foso para que las aguas de lluvias no inundaran el recinto y lo pusieran todo embarrado. Esto era importante porque, además de ponernos enfermos, se podían estropear los alimentos y las simientes para la siguiente cosecha.

  Chozas

Disponíamos por familias de varias chozas destinadas a dormir, guardar la cebada y el trigo, el agua, los alimentos y las pieles que se usaban en los días fríos del invierno. Además teníamos necesidad de disponer de almacenes para los aperos de labranza, las armas y los útiles de caza; y en lugar secreto escondíamos el cobre, las piedras verdes y las azules, y los objetos de metal. Los silos para conservar las semillas estaban excavados y revestidos de cuero para que la humedad no estropeara el grano. También se utilizaban grandes tinajas enterradas que, debido a que no disponíamos de horno grande, las comprábamos en los poblados cercanos en los días de feria. Pero el resto de los recipientes los trabajábamos nosotros mismos, porque de esta manera era más cómodo y más barato.

La fabricación de platos, fuentes, cazuelas, ollas, vasos, las tinajas del agua nos ocupaba una parte del tiempo frío. Amasar el barro, darle forma a los recipientes, cocerlos o darle almagra estas eran tareas de hombres y no queríamos que las mujeres entraran en estos menesteres. Lo suyo era sembrar, recoger las cosechas, preparar las comidas y vigilar el poblado cuando estábamos ausentes en las correrías de caza, en el trapicheo con los vendedores, o si teníamos que hacer una partida persiguiendo a los lobos y a los jabalís que destrozaban nuestros rebaños y nuestros sembrados.

  Cazuelas

"Tenemos que echar una mano a las mujeres en la preparación de la tierra para próxima sementera, hay que curtir algunas pieles que compré en el poblado de tu abuelo el jefe Tarkune, quien me ha dicho vayáis a verlo. Tenemos que reparar las hoces para la siega, hay que afilar las hachas para desbrozar el terreno, hay que arreglar las zoletas [azadas], tenemos que preparar las trampas, arcos y flechas para la temporada de caza, hay que renovar la valla del poblado destrozada por los jabalís, y hay que fundir los gurruños de cobre que trajimos de la sierra de la tierra del Sol Poniente, y hay que reponer raederas y cuchillos de piedra". - Dijo mi padre, que daba órdenes con tanta rapidez como disparaba flechas contra los animales salvajes en las correrías de caza.

Agathis dammara-porte  

Visto lo visto nos pusimos a la tarea de desbrozar el terreno para ampliar las parcelas de siembras. En los alrededores del poblado de Abgena había encinas, algarrobos, alcornoques, acebuches, y mucha zarza, lentisco, mirtos, durillos y yerbazales que eran madriguerras de muchos animales salvajes. Esto era una pesadilla porque todos los años había que despejarlos o la maleza se comerían los sembrados. Respetábamos los árboles de porte porque daban sombra, maderas y frutos que completaban nuestras comidas. El sobrante lo reservábamos para el horno de cerámica y el de fundición de metales.

Al resto del matorral le prendíamos fuego para que las cenizas fertilizaran la tierra con las primeras lluvias. Para entonces las mujeres del poblado debían de tener cavado todo el suelo de sembradura. Las tierras quedaban dispuestas para que al empezar el frío se sembrara la cebada y el trigo.

Mi madre, la hija del jefe Tarkune, había encargado a mis hermanas preparar las pieles que mi padre había comprado y seguir con las tareas de hilado y tejido de lana. Esto se hacían en telares en los que la trama se tensaba con unas pesas colgantes. Era una tarea para manos hábiles de mujer. Estos tejidos de lana, de lino, al igual que la manufactura de los cestos de enea, de esparto, de varetas de acebuche y de juntos los usábamos o los intercambiábamos por otros productos en los días de concentración de la tribu. La piedra de sílex era una de las cosas que más necesitábamos para hacer las raederas, hachas y cuchillos con los que despiezábamos la caza. En muchas ocasiones era mejor cambiar pieles de conejo por piedra de sílex que tener que marchar muchos días al norte para buscar este material. Mi padre era un experto dando el golpe preciso a la piedra de sílex para conseguir un cuchillo, un hacha o una zoleta bien afilados; las lascas también nos servían como cuchillas, con las que había que tener mucho cuidado porque te podía producir fuertes heridas, incomodas para trabajar o cazar. La terminación de los cuchillos nos correspondía a mi hermano Dubeku y a mí. Teníamos que pulimentar bien con piedra asperón hasta dejar el instrumento con un filo cortante y bien presentado por si lo teníamos que vender en las concentraciones de la tribu.

Mi madre se esmeraba en la comida los días en que nos veía trabajar en el poblado, que no eran muchos, todo hay que decirlo. En esta ocasión comimos con todos los vecinos que nos estaban ayudando una enorme fuente de conejo guisado, tortitas de bellotas, algarroba molida y los mayores se apiporraron de cerveza de cebada. Mi padre contó historias de difuntos, de espíritus vagantes en la noche, de maleficios, brujerías que nos dejaron el corazón encogido. Hablaba como un hechicero. No sé como llegaron mis vecinos a sus chozas, ni si encontraron el agujero de entrada por lo de las historias y la cerveza que habían tragado.

Nos pusimos de acuerdo en el día que teníamos reparar la cerca del poblado Abgena. Esta se hacía con pontones, maleza y zarzas espinosas. Y toda ella estaba rodeada de un foso para impedir la entrada a los lobos que atacaban al ganado, a los jabalís y a algún peligroso oso despistado. Tampoco los tiempos andaban como para dejar el poblado fácil a los ladrones.

  Conejo guisado

 

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